Cuando más pegados a la falda de la madre estaban, nuevamente el grito se escuchó, en las inmediaciones del potrero de Corona. “Es ella”, —decían las buenas ancianas, que santiguándose, escondían a los patojos y hacían cruces de ceniza en el suelo de la pieza. El grito ahora nuevamente, se escuchaba más cerca y más cerca y posteriormente, más lejos, como en dirección a la pedrera. El grito terrorífico era complementado por el silbar del viento y el aullar de los perros de las vecindades.
— Menos mal que ya se fue la condenada. Ojalá no regrese jamás…
Cuando dijo la última palabra, doña Chabela somató con el puño la mesa y por poco lanza al suelo la veladora que le tenían puesta a San Judas Tadeo.
— ¡No es lo que te digo pues! Lo muy menos alguna desgracia va a pasar, porque la llorona ya está fregando nuevamente— esto lo decía la otra anciana que temblando del miedo, aún sostenía un Cristo en la mano.
A la mañana siguiente en todo el Callejón del Judío, no se hablaba de otra cosa; el tema de La Llorona era la comidilla del día. Unos inventaban más de la cuenta y hasta llegaban a manifestar que les había tocado la puerta y que en la pilona de su casa tan colonial, como en el Cerrito del Carmen, había buscando con sus gritos destemplados, a su hijo Juan de la Cruz.
— ¿Dónde estás Juan de la Cruz? ¡Ayayay! ¿Dónde estás Juan de la Cruz?
El grito se perdía todas noches en el potrero de Corona, y se alejaba para volver en breves momentos.
Los patojos del puro miedo dormían amontonados, y no soltaban el vestido amplio de la abuela, que los ponía a rezar el Rosario. Mientras en el espacio, el grito clásico y tradicional, sonaba fúnebre y aterrador. El único que no creía en tamañas tonteras era el zapatero remendón del barrio, don Pancho quien atribuía el grito a un pájaro nocturno.
— No, don Pancho, no hay que creer ni dejar de creer… — le decía doña Chabela, cuando hacía los comentarios de lo acontecido la noche anterior, pero el zapatero, siempre en sus trece, no cedía ni un momento en sus teorías de que el grito era un pájaro nocturno.
Las noticias del aparecimiento de La Llorona por los linderos del Cerrito del Carmen, cundieron por toda la ciudad y algunos vecinos llegaron hasta desocupar sus cuartos para irse a vivir a otro lado.
Cuando la noche iba cayendo con su manto enlutado, los temerosos vecinos se disponían a descansar. En el solitario Callejón del Judío, sólo el pito destemplado del policía se escuchaba en la otra cuadra. De vez en cuando se saludaban con los ronderos que también cumplían la misión de “velar por el orden”.
Con los naipes en la mesa, en medio del cuartucho, oloroso a cuervos viejos, el zapatero platicaba con uno de los guapos del barrio de la Recolección, que jugaba con él una partida.
—Ve vos, yo creo que mejor te vas porque no tarda en salir La Llorona —dijo burlonamente don Pancho al compañero. El humo de los cigarrillos subía verticalmente y se estrellaba en el cielo de manta pintado con cal. A cada movimiento que el viejo hacía, la cama rechinaba como quejándose del peso que cargaba.
Al filo de la media noche terminaron de jugar a los naipes. Don Pancho invitó al joven amigo a tomar una taza de café calientito y aromático, don Pancho seguía gastándole bromas al amigo y éste sentenciosamente le contestaba:
— ¡No hay que jugar con fuego, ni escupir al cielo!
La carcajada del zapatero resonó como un latigazo burlón, que asustó a los patojos de la vecindad que ya se habían dormido. Los gallos tristemente cantaban a lo lejos y los gatos en brama, hacían lo suyo en los tejados, mientras alguien les lanzaba agua hirviendo para que dejaran de estar haciendo burla.
Llegaron al clímax las bromas del zapatero, que el amigo le apostó, a que él, solitario después de las doce de la noche no pasaba por el Cerrito del Carmen, mucho menos por las inmediaciones del Potrero de Corona.
— ¿Qué apostamos? — dijo el zapatero, aceptando el reto y lanzando un escupitajo que aplastó con el pie; con mucha solemnidad se colocó el saco, la corbata y tomó el sombrero disponiéndose a salir, cuando cambió de idea y repuso: “Mejor cada quien toma por su lado y nos encontramos en la bóveda que da frente a la Iglesia del Cerrito.
Él aceptó de buena gana y tomó por un lado. El otro bajó hacia el extremo para reunirse allá arriba donde juntos esperarían a La Llorona; uno creían en el ser inmaterial y el otro aseguraba que solamente era un pájaro nocturno que asustaba a los ignorantes.
Sólo el sonido de los pasos se escuchaba en el solitario Callejón del Judío, mientras don Pancho proyectaba su ruta hacia el Cerrito del Carmen.
Llegó finalmente a una esquina y allí encendió un cigarrillo haciendo tiempo, con la esperanza de encontrar a los ronderos y jugarle una buena broma al amigo que ya subía por el otro extremo del legendario Cerrito.
Don Pancho, aunque un poco viejo, era un cantineador empedernido y no dejaba nada cuando de faldas se trataba y la ocasión le daban, vio palpablemente que de la casa de doña Chabela, salía una linda mujer y hasta se había despedido con un adiós romántico y picaresco. Don Pancho, ni lerdo ni perezoso, abordó a la joven dama que a esas horas y en semejantes condiciones, ofrecía un blanco perfecto para que el Don Juan del barrio entrara en acción.
—Buenas noches distinguida señorita, le dijo con voz varonil, el viejo zorro. ¿Cómo es posible que tan elegante dama ande a altas horas de la noche, sin que la compañía de un caballero le haga más grato el momento? La risita de la muchacha le dio más confianza a don Pancho, que se creció, brotándole de los labios mil palabras, que más o menos hilvanaba.
— ¿Sabe señorita, que uno entre más viejo, más conocedor y más respetuoso es con las damas?, amor de viejo es el más seguro… De un patojo nunca se sacará nada de nada. La risita de la mujer, seguía la corriente de que don Pancho hablaba como un perico. —Imagínese que esta noche apostamos con un muchacho; el cual puede ser mi hijo, a subir hasta la cima del Cerrito del Carmen y con mi valor, hacerle entender no existe La Llorona; como quisiera que nos viera juntos para demostrarle que usted como mujer, anda a estas horas de la noche, solitaria y sin miedo, a ese ser que sólo existe en la mentalidad de los miedosos.
Ahora la risa de la mujer, se tornó en frase de elogio para don Pancho, éste con presunción ante la dama, sólo se retocó el mostacho amarillento y oloroso a tabaco barato.
— ¿Le gustaría dar una vuelta conmigo?, dijo don Pancho la mujer guapa que acompañaba.
—Por supuesto que sí, Francisco, le contestó la muchacha que con sus facciones finas cautivó a primera vista al zapatero remendón.
Don Pancho no perdió la oportunidad y le metió el brazo a la muchacha y principiaron a subir las gradas anchas del Cerrito del Carmen, por el final de la 12 Avenida.
El amigo con más miedo que valor, fumaba nerviosamente frente a la bóveda de la Iglesia del Cerrito del Carmen, y don Pancho no se asomaba por ningún lado. Él había cumplido subiendo y únicamente el escapulario que su santa madre le obsequiara pendía de su cuello.
Como a la media hora escuchó abajo el movimiento y los gritos de los ronderos que corrían de un lado a otro y a cuatro que en una camilla cargaban a un hombre inconsciente.
Ya no esperó más y bajó corriendo para ver que sucedía. Una corazonada le decía que a don Pancho algo le había pasado, y efectivamente, su intuición no le engañaba.
Era don Pancho al que llevaban medio muerto y con la cara desfigurada, en una tosca camilla rumbo al Hospital de San Juan de Dios. Un galeno anciano, dudaba de que el hombre llegara vivo al Hospital y los que cargaban, corrían para ganar tiempo.
Cuando pasaron por la Iglesia de La Merced, el pobre hombre solicitó la presencia de un sacerdote porque presentía que la muerte ya se lo llevaba a un viaje sin retorno.
El cura lo confesó y reconfortó en los últimos momentos de su existencia, entre el grupo de gente y ronderos que allí estaba, identificó al amigo, y von voz entrecortada le dijo:
— ¡Cuanta razón tenías! No hay que creer ni dejar de creer…
Fue lo único que alcanzó a decir y hubo que llamar al juez de turno para que levantara el cadáver.
Escrito por Leyendas de Guatemala |
El chirrido de las viejas persianas anunció la llegada de don Renán Torreblanca, a la cantina de don Mercedes, en el chapinísimo sector de la Calle de las Túnchez, de la capital guatemalteca. El olor al fermento del aguardiente le llegó abriéndole más la gana del trago cotidiano. Don Renán era un hombre taciturno, llegaba a menudo al estanco de nuestro relato y, siempre apartado de los parroquianos se sentaba alejado en una mesa del fondo. Desde que llegaba los comentarios no se hacían esperar por parte de quienes lo observaban. —No me lo van a creer pero don Renán es un hombre raro, con estos ojos que algún día se comerán los gusanos, lo he visto desaparecer de mi vista.
El que hablaba era un obeso carpintero que cumplía con las órdenes de Baco, en el estanco.
—Eso sí que no te lo creo vos; porque eso sólo se lee en las novelas —respondió el amigo, agregando —solo viendo lo creería.
El olor a las fritangas invadía el espacio y las risotadas apagaban los comentarios. Don Mercedes con su limpiador al hombro y su gabacha, departía con sus clientes mientras les servía las tandas.
— ¡Tanda servida, tanda pagada! Repetía el cantinero, agregando —Para evitar clavos posteriores.
Todos celebraban la puntada con una sonora carcajada.
Don Mercedes se fue acercando a la mesa del carpintero y el amigo que le acompañaba. Al calor de los tragos el tema era don Renán, que lejano de los comentarios, tomaba una copa lejos del grupo.
—Yo sí que no creo en esas cosas, pero ya son varios los que han visto desaparecer a don Renán —agregó el cantinero.
— ¿Y qué le han contado don Mercedes?
—Bueno, no es que yo sea chismoso, pero la vez pasada, justamente donde están ustedes sentados, estaba tomando el finado Félix, ya estaba un tanto borracho, cuando salió atrás de don Renán. Al poco tiempo regresó todo asustado gritando y diciendo que había visto palpablemente cómo don Renán había desaparecido ante su vista. Con decirles que la gran soca se le fue del puro susto, pero yo lo atribuí a los tragos que don Félix se había tomado.
El carpintero, un tanto más curioso, trataba de persuadir al cantinero para que le hiciera la lucha de sacarle en plática a don Renán cómo estaba el asunto, pero aquel hombre raro y solitario no soltaba prenda. Finalmente, el cantinero indicó que trataría de hablar con el hombre, pero que por favor hablaran más quedito porque podía escuchar el comentario que de él se hacía. Así las cosas y los días, don Renán continuaba llegando al estanco de una Guatemala que ya se fue para no volver, con sus calles empedradas y carruajes realeros. Aquella tarde la calle de las Túnchez parecía más animada, los trenes de mulitas con carbón procedentes de Palencia, así como los arrieros hacían más escándalo que de costumbre, pregonando el carbón y las cargas de leña.
En la cantina “La Copa de Oro” el bullicio no se hacía esperar. Una vez más el chirrido de la persiana anunció la llegada de don Renán. Solicitó don Meches, el cantinero, fue hasta la mesa de nuestro personaje para ofrecerle su servicio.
— ¿Qué tal don Renán, cómo lo trata la vida? Saludó el cantinero muy sonriente. Don Renán sin verle a los ojos le respondió:
—Pues como lo ve, don Meches, trabajando duro y dando la vuelta por aquí para relajarme un poco, porque no todo es trabajo en esta vida.
El cantinero, mientras limpiaba la mesa, le respondió: —En eso sí que tiene razón, pero lo veo tan solitario siempre, sin amigos, sin quien lo acompañe en su mesa y por eso mi pregunta: ¿porqué tan solitario y sin compartir? —cuando escuchó esto, don Renán lo fulminó con la mirada, respondiendo:
—La verdad es que uno tiene que escoger a sus amigos y no alternar con cualquiera. —El cantinero se sintió mal por la pregunta indiscreta y como para ablandar el momento sugirió:
—Bueno, disculpe una vez más, no volveré a preguntar nada y me dirá que le sirvo.
Ahora don Renán fue el que sonrió sarcásticamente, respondiendo:
—Lo de siempre, don Meches… lo de siempre…
No cabe duda que la pregunta cayó como balde de agua fría y el cantinero se retiró muy cortésmente de la mesa de don Renán simulando una sonrisa.
Al poco tiempo don Renán abandonó la cantina rumbo a la calle, sin despedirse de nadie. En ese momento el cantinero fue llamado por los parroquianos que ocupaban la mesa del carpintero. Fue éste el que preguntó cómo le había ido con don Renán.
—Pues verán, pero a este hombre no se le saca nada; es más, como que se mosqueó cuando quise llegar al meollo del asunto y mejor me quedé callado porque prefiero mantener un cliente que perderlo. El carpintero sorbió la copa de licor y chupó un poco de limón para luego concretar:
—A mí se me está afigurando que el tal don Renán hasta puede ser alma de la otra vida. —Hoy sí que me hizo reír, los espantos no chupan, sólo espantan. —acotó el cantinero.
La carcajada fue generalizada en la mesa, todos sacaron chiste de la puntada.
—Bueno, tienen razón, don Renán es como nosotros, de carne y hueso, pero yo hasta no ver no creer como dijo Santo Tomás.
Un hombre bajito de abdomen prominente y gran bigote, se acercó a la mesa y pidiendo disculpas por meterse donde no lo llamaban, habló con aire de conocimiento en la materia:
—Pues verán, yo he leído un mi poquito, soy tan tonto como puedan creer, pero según los entendidos en la materia hay personas que desaparecen porque su cuerpo astral se los permite, es decir, tienen dos cuerpos, el astral y el físico.
Un tanto incrédulo don Mercedes atacó de nuevo al que hacía el comentario:
—Barajéemela más despacio, por favor y cuénteme que esto está mero interesante. —Ahora el hombre bajito y barrigón se sentó sin pedir permiso y principió a explicar el fenómeno:
—Bueno, como les decía, hay personas que tienen esa virtud: es decir, la de tener dos cuerpos: el astral y el físico que todos tenemos, y estas personas, sin quererlo, se manifiestan muchas veces en dos sitios a la vez. A esto los conocedores en la materia le llaman “Bilocación” y otros le llaman “fantasmas vivientes”. Yo creo que en esa fase está don Renán.
Por cuenta de la casa, don Mercedes le sirvió un trago al hombre bajito, mientras comentaba en voz alta:
—Hoy si me la pusieron difícil y créanme que ya me está dando miedito, porque don Renán a veces se queda aquí hasta que cierro el negocio y su mirada profunda y rara lo pone a uno en el avispero.
Alguien gritó desde el fondo que solicitaba bocas para mesa cinco y don Mercedes tuvo que abandonar al grupo. Mientras tanto, uno del grupo comentó que el caso de don Renán era realmente extraño, muy extraño y que era primera vez en su vida que escuchaba un comentario de los espantos vivos. Aquella mesa daba justamente a la punta del mostrador, muy cerca de la barra, desde allí don Mercedes hizo otro comentario como para extender la charla.
—Bueno, pues desde hoy en adelante lo voy a controlar más de cerca porque ustedes ya me pusieron en qué pensar. Imagínense uno hablando con un muerto. ¡Dios me guarde! Es capaz que caigo muerto del susto, pero ya se han dado casos y por eso no hay que creer ni dejar de hacerlo. Y explicado el asunto como lo hace aquí el señor pues hombre, hay mucho de raro en el caso.
El ayudante de don Mercedes mientras limpiaba unos vasos, comentó desde lejos:
—Lo mejor sería seguirlo la próxima vez, regularmente el viernes es cuando se echa sus capirulazos más de la cuenta y se va un poco tarde. Es cuestión que dos valientes se pongan de acuerdo y seguirlo para salir de dudas; eso sí, háganlo ustedes porque lo que soy yo, por baboso.
Invitaron a don Mercedes para formar el dúo que seguiría a don Renán, pero éste con toda educación rechazó la oferta, aduciendo que el negocio lo tenía que atender y más aún tratándose del día viernes, que era cuando más gente llegaba.
Llegó el día viernes esperado, que lamentablemente lucía gris y la lluvia a manera de temporal arreciaba y después continuaba con una llovizna pertinaz. La cantina lucía desierta porque la lluvia había caído durante todo el día. En ese momento entró don Renán, con más borrachera que alegría, un tanto platicador, lo cual era raro en él.
—Qué bueno verle por aquí, don Renán, ya sé, le servimos lo mismo de siempre. —Pero como ya se indicó, don Renán iba dos que tres entre pecho y espalda, respondiendo en el acto con voz aguardentosa:
—Así me gusta don Mercedes, que atienda y que no haga preguntas. ¿Pero qué me cuenta don Mercedes?
—Pues aquí como lo ve, espantando moscas porque con la lluvia se pone silencio, pero así es el negocio.
Mientras la lluvia arreciaba, los otros dos hombres entraron al establecimiento. En tanto don Renán se fue al fondo, a la misma mesita para tomarse solo el trago. Así pasaron dos horas y finalmente el hombre de nuestra historia como pudo se levantó, pagó la cuenta y se retiró. Fue el momento en que don Mercedes cerró el establecimiento y siguió los pasos de don Renán en compañía de los dos hombres que deseaban salir de dudas en torno al inexplicable caso de don Renán. El hombre daba la impresión que caería de un momento a otro debido a la gran borrachera que llevaba, los dos hombres le seguían muy de cerca. Don Renán para acortar camino se introdujo por un predio baldío para salir a la otra calle. Los curiosos se quedaron apreciando la escena entre unos matorrales; era imposible perderle de vista ya que ellos lo tenían a pocos metros de distancia.
De pronto fue el carpintero el que asombrado gritó: — ¿Pero qué es lo que veo, Dios mío?
El acompañante por poco y se va de esta vida al ver cómo don Renán desaparecía ante sus ojos.
— ¡Una vez más don Renán ha desaparecido ante la vista de nosotros! —agregó el compañero, más pálido que un muerto. Los hombres se quedaron de una pieza, asombrados ante lo que miraban. A don Renán parecía como que si se lo hubiera tragado la tierra y todo quedó en silencio. Cuando se recuperaron corrieron rumbo a la cantina, que ya estaba cerrada. Llegaron jadeantes y fue el carpintero el primero que habló.
— ¡Si no lo hubiera visto no lo creo, pero ahora sí estoy seguro que don Renán es alma de la otra vida!
Después de un silencio prolongado donde los tres hombres sólo se miraban las caras, se escuchó que alguien tocaba puerta. Nadie tuvo el valor de abrirla, pero finalmente fue el cantinero quien tomó la iniciativa de hacerlo. El susto fue mayúsculo, así como el grito de espanto que el hombre emitió asustando a sus compañeros. Cuando se hubo repuesto y ante la insistencia del hombre de tocar la puerta preguntó: — ¡Sos de esta o de la otra, en qué penas andás…! —Mientras tanto don Renán desde afuera les gritó:
— ¡Qué penas ni que ocho cuartos, con esta ya son tres veces las que socado me voy entre la zanja y quiero un trago porque me estoy muriendo del frío…!
Escrito por Leyendas de Guatemala |
El sombrerón, Tzípe o Tzipitío, es uno de los personajes que destacan en el ámbito de las tradiciones orales. El sombrerón enamora a las mujeres más bellas de los pueblos, generalmente de pelo largo. Para lograr envolverlas, les canta canciones románticas con una guitarrita de plata (en otros casos, con una guitarra de cajeta como la de las ferias patronales), hechizándolas y haciéndolas agonizar. Si la cura no se busca rápidamente, la muchacha muere y el sombrerón se marcha muy entristecido y llorando. La típica cura que cuentan los abuelos para este mal es cortarles el pelo a las muchachas, luego llevarlas a la iglesia para que el padre les moje con agua bendita y rece por ellas . Haciendo esto, el Sombrerón deja de molestar a las muchachas, quienes recuperan su salud y su aspecto normal. Con una personalidad y aspecto únicos, el sombrerón es conocido como tal casi en toda Latinoamérica. Su apariencia es tosca, su estatura muy pequeña, anda vestido de negro, con un enorme sombrero negro que cubre casi todo su cuerpo. Usa botas negras, con unas vistosas espuelas de plata, que utiliza para cabalgar. En algunos casos, se le relaciona con un personaje que conduce una carreta halada por mulas, la cual utiliza para llevar enormes cantidades de carbón de un pueblo a otro. En algunos pueblos, posee algunas variaciones, por ejemplo, en San Pedro Pinula, Jalapa, donde se le conoce con el nombre de Zisimite o Sisimit, se dice que tiene los pies al revés (los dedos viendo hacia atrás) para que todo aquel que intente seguir sus huellas, se pierda inevitablemente. Se alimenta de ceniza y sus vestiduras son más de duende que de el clásico sombrerón negro que todos conocemos. Se rumora en este mismo lugar, que el Sombrerón es "hijo de la llorona con el diablo" En sus manos lleva una insignia de cofradía que se repite en otro personaje igual que lleva en sus manos, luego en otro y así varias veces hasta perderse en el infinito. Acompaña a los peones que salen temprano al campo, a los panaderos que hornean pan en la madrugada y a todo aquel que trabaja en horas de la madrugada. EL RELATO Por el barrio de la Recolección, vivía una joven llamada Susana, era muy bonita, tenía el pelo largo, y unos grandes ojos color de avellana. Era una de las muchachas más acaudaladas de la región y tambien, de las más codiciadas por cada hombre a quien dejaba escapar alguna mirada perdida. En cierta ocasión, Susana estaba admirando el cielo estrellado, típico de una fría noche de Diciembre. De pronto, sin darse cuenta, se le acercó un personaje de baja estatura, con un sombrero grande y una guitarra, quien al ver a la joven, se quedo asombrado por su belleza, no pudo resistirse, y comenzó a hechizarla cantandole notas con su guitarra y repitiento: -Ven a mi, ven dulce amor, Ven a mi, ven dulce amor.....-. Desde esa momento, Susana cayó en un profundo hechizo que no la dejaba comer ni dormir. La fiebre la acechaba por las noches y ninguno de los doctores que la examinaba, econtraba alguna razón lógica para los males que atacaban a la bella joven. Los padres, preocupados por la triste y grave situación, comenzaron a averiguar cómo podían solucionar el problema y sanar a su hija. Llegaron con uno de los ancianos más sabios de su barrio, don Tomás. Él anciano, al escuchar la historia que le contaron los preocupados señores acentó con la cabeza, haciendo ver que sabía de qué se trataba el mal. -Señores, yo sé cuál es el problema que tiene su hija. Déjenme contarles... Cuenta la historia, que estas antiguas tierras, mucho antes de Guatemala, existió un hermoso templo, construido para adorar y venerar las divinidades de Dios. Los habitantes de ese hermoso santuario, eran personas religiosas, cultas y con sed de conocimientos. Por esta razón, desbordaron su atención hacia el pujante desarrollo de las ciencias, olvidándose de sus mas simples obligaciones. Los ancianos del pueblo, se preocupaban y se preguntaban porqué ya no abrían más el templo, ya no había quien dictara las misas, pues todos se la pasaban leyendo libros extraños. Los días transcurrían y la gente se preocupaba cada vez más. Y tenían razón. Dentro del grupo de monjes que estaban a cargo del templo, existía uno en especial, que siempre fue una ersona muy solitaria y extraña. Siempre deambulaba por los pasillos del templo murmurando pensamientos vagos acerca de lo que leía. Por esta razón, sus compañeros solían llamarle "El Loco". Este monje, se la pasaba analizando conceptos, buscándole origen a todas las cosas que existían a su alrededor, logrando solamente acrecentar sus sentimientos de dudas insatisfechas y crecientes. Esta situación incomodó mucho a sus compañeros, quienes decidieron ya no dirigirse más a él. Se alejaron por completo y nunca le profirieron palabra alguna. El monje, no entendía porqué sus compañeros ya no hablaban con él, si siempre había sido la fuente de consulta de todos en el templo, pero ahora, ni le chistaban mirada alguna. En una de esas noches tristes, en las que él se pasaba analizando su situación y haciéndose preguntas así mismo, divisó un resplandor que entraba por su ventana. Tomó una silla y se acercó a la ventana, para ver de que se trataba. Su sorpresa sería inmediata: En las afueras de la ventana, se encontraba la mujer más bonita de todo el pueblo. La observaba día tras día, noche tras noche, hasta que terminó enamorándose de ella. Después de ese momento, las aficiones del monje cambiaron drásticamente. Ya no leía más esos libros complicados y sofisticados, ya no trataba de comprender más conceptos, dejó sus estudios filosóficos a un lado, para dedicarse ahora, a observar por la ventana a todas las muchachas del pueblo, esperando ver nuevamente a aquella jovencita que le había robado el corazón. Y así, pasaron una tras otra las noches... El monje siempre estaba en la ventana observando y estudiando a las muchachas, obsesionándose drásticamente con el sexo opuesto. Un día, el monje observó a una bella mujer, con unos ojos enormes y hermosos que caminaba por el templo acompañada de un niño de sonrisa pícara pero angelical. El niño jugaba con una pelota blanca, que le llamó mucho la atención. Observaba cómo se divertía aquel infante con ese simple y peculiar objeto. Llegó un momento en que el niño soltó la pelota y se perdió dentro del templo hasta que llegó a los pies del monje. Sin pensarlo dos veces, recogió la pelota y escapó dentro del templo, escondiéndose para apropiarse del juguete extraviado del extraño niño. Comenzó a jugar con la pelotita, hasta que perdió completamente la noción de la realidad y el tiempo. Los días pasaban, uno tras otro, uno tras otro, y el monje jugaba por los pasillos del templo con su pelota nueva, rebotaba y rebotaba... y él enloquecía cada vez más... Entonces, el monje había encontrado a un ser oculto en esa pelota, era un ser malévolo, era el mismísimo diablo, que trataba de apoderarse de él, quería robarle la mente, quería ganarse su alma.... y parecía que lo estaba logrando. El rostro del monje se mostraba cada vez más oscuro y tenebroso. Su voz se oía diferente y su estatura comenzó a disminuir... Y su voz, cada vez más grave, comenzaba a dar terror... daba terror.... Un aire frío recorría los pasillos del templo. Y el cielo cobró un color que nunca había tenido y el monje, reía y reía... y su apariencia cambiaba aún más. Mientras la pelota, como cobrando vida, rebotaba cada vez más alto y más alto... hasta que tomó la forma de un sombrero negro, un enorme sombrero negro y como por arte de magia, se poso sobre la cabeza del monje quien exclamó —Ahhhhh, ¡que bien me siento, al fin soy yo mismo! Y el monje, convertido en el sombrerón, de un salto escapó por la ventana, desapareciendo en el espesor de la noche. Los demás monjes, que estaban espiando sigilosamente lo que sucedía, se quedaron asombrados al ver tal espectáculo. Y desde ese día, el templo volvió a la normalidad. Después, en aquel antiguo pueblo, era de todas escuchar una melodiosa voz que le daba serenata a Susana: —Hoy te vengo a cantar....Corazón, Por tus ojos color de avellana, y tu pelo tan largo y sedoso, tenías que ser... tu mi Susana....— Entonces, los habitantes del pueblo, nombraron como "El Sombrerón" a aquel personaje. Y terminó la historia del anciano. Los padres se dieron cuenta de cuál era el origen del mal de Susana. Estaba hechizada por el Sombrerón. A todo esto, llevaba ya tres días sin comer y la fiebre no se le quitaba. No podía dormir, pues el Sombrerón se le aparecía en la casa o cantaba desde la calle. Tampoco la dejaba comer, pues cuando le servían la comida, ésta aparecía con tierra. Y la cura, nadie la sabía. Hasta que al fin, el anciano les comunicó la cura: Le cortaron el pelo a Susana. La llevaron a la iglesia para que el padre le echara agua bendita y le rezara. Unos días después el duende dejó de molestarla. Después de esto, en el pueblo era común que los caballos y las muchachas bonitas de pelo largo, amanecieran con el pelo trenzado, pero trenzado de una forma tan perfecta, sutil y delicada, que no podía ser obra de un ser humano normal, tenia que ser, obra del Sombrerón, Duende, Tzípe o Tzipitío. |
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario